Blogia
ahora que soy una novia boba

100 cosas que no decirse en una cafetería

Para los hombres en general y para las mujeres en particular, es un sueño vital poder controlar todo lo que nos rodea. De este modo, es fácil crearse la burda ilusión de que lo que nos acontece a diario es consecencia directa de nuestras decisiones y de nuestros actos y que por tanto es posible encontrar responsables. Pues yo soy así: primero intento controlar (= decidir racionalmente) y luego busco reponsabilidades. Pero esta situación es una mera utopía, algo absolutamente irrealizable, y muy particularmente cuando en la ecuación entran en juego dos incógnitas; en este caso, Él y yo.

Era martes y teníamos una cita. Los acontecimientos entre ambos no habían sido muchos pero sí tremendamente intensos. Al menos desde mi perspectiva. La misma perspectiva desde la que aún no había conseguido entender nada. La misma perspectiva que sólo me regalaba preguntas sin respuesta. La misma perspectiva que estaba dando un perfil de mí que ni yo conocía. En definitiva, la misma perspectiva desde la que tendría que hablar con Él.

Así que me encontraba nerviosa, cansada, aturdida y embuída en un caparazón de dudas neófitas en mi persona. Sin querer pecar de cartesiana, sólo sabía que no sabía nada, que no había llegado a ninguna conclusión. Si algo tenía claro es que a pesar de todas las preguntas que me había planteado todavía no había encontrado la buena. Todas las cuestiones que habían atravesado mi cerebro no habían servido para mucho. Durante las últimas 72 horas no había hecho nada útil... y eso me desesperaba. Dicho de otro modo, me sentía como una adolescente que se presenta a un exámen de matemáticas (= tenía que hablar con Él), que sólo ha estudiado literatura (= millones de preguntas sin responder) y a la que le ha salido un grano enorme en la nariz (= ¿para qué vamos a entrar otra vez en el tema de los complejos...?). Por suerte no había posibilidad de dar marcha atrás; teníamos que hablar sí o sí y con ese fin nos dirigimos a la cafetería de la Escuela en la que trabajamos.

Sin embargo, yo seguía pareciendo una adolescente con un brote de acné. Absorbida por la ingenuidad pensé que hablar con Él sería una tarea sencilla; que sería llegar, hablar y listo. Pero cuando ya habían pasado 40 minutos de conversación vacía empecé a sentir miedo. En el minuto 45 de plática absurda comencé a plantearme que el tormento que arrancó el domingo por la mañana no se iba a terminar nunca. En el minuto 55 mis esperanzas se desvanecían y además sentía una necesidad desmesurada de ir al baño. Así que me levanté, me excusé y me fui a orinar.

Ahora creo que ambos necesitábamos que yo hicera aquella pausa-pipí; cuando volví del baño, al tiempo que asentaba mis posaderas, Él hacía “la pregunta”: - bueno, ¿qué? -. La embestida natural ante tal cuestión parecía naturalmente lógica: - ¿qué de qué? – pero resultaba obvio que yo sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo. Sin embargo, debí perder parte de mi cerebro mientras orinaba, porque sólo alcancé a decir – no sé -. ¿¡No sé!? ¿pero qué tipo de respuesta era esa? ¿acaso me había preguntado cuál era el peso atómico del molibdeno? ¿¡no sé!? ¿¡no séeeee!? ¿qué carajo era aquello? ¿una declaración de intenciones? ¿un “yo soy mus”?

Me imagino que además acompañaba a tan magna respuesta algún tipo de mueca estúpida; algo a caballo entre “tengo ganas de vomitar” y “me muero por darte un beso”. Y Él no me ayudaba nada. Irradiaba seguridad, tranquilidad, armonía, paz... y un olorcito muy rico. Era imposible reconocer en su mirada una respuesta. Él podía estar allí tanto para abrazarme como para pedirme una orden de alejamiento. Cuanto más tranquilo le sentía, más convencida estaba de que iba a disculparse elegantemente y a decirme que era mejor para todos si seguíamos siendo amigos. Sólo amigos.

El tiempo pasaba y yo seguía sin encontrar los medios para hacer una frase con más de cuatro letras o para quitar la carita de pena (expresión válida para campañas del tipo “él no lo haría...”). Pero al final, y gracias a sus esfuerzos, yo conseguí escuchar lo que necesitaba. Al principio no daba crédito. No asimilaba que realmente Él estuviera diciendo aquello. Pero así era. No renegaba. Muy claro, tanto que hasta yo pude entenderlo, me planteaba que sólo había dos posibilidades: intentarlo u olvidarnos de todo, como si nada hubiera pasado; y afirmaba, que sin lugar a dudas, Él apostaba por intentarlo. Pues incluso, después de todo aquello, yo seguía siendo imbécil. Incluso después de que me tranquilizara asegurándome que no habría ningún problema con lo que yo decidiera, yo seguía siendo “tontadelculo”.

Y de repente, dentro de mi idiotez, surgió la primera frase completa en casi dos horas de conversación: sé que quiero decir algo pero no sé el qué - dije. Fue entonces cuando lo entendí todo. En ese momento no hubo más dudas, ya sabía qué era lo que anhelaba. En ese instante comprendí que la única razón para aquel bloqueo tan absurdo que me taladraba desde el fin de semana, no era otra que el alud de sentimientos que tenía hacia Él. Creo que Él también alcanzó a entenderlo: me acarició la nuca y me dijo que no era necesario que lo dijera en ese momento; prométeme - dijo - que cuando sientas que lo puedes decir, me lo dirás. Una sonrisa enorme resucitó en mi cara y sólo pude que acurrucarme un poquito en su pecho. Desde entonces, sigue siendo igual: si me acaricia la nuca, sonrío, me siento bien y no quiero otra cosa que no sea estar acurrucada en su pecho. Ahí y sólo ahí, es donde quiero estar.


0 comentarios