¿a qué huelen las cosas que sí huelen?
Ya está. No me lo creo, incluso me lo prohibí expresamente, pero ya está. Estoy con Él. Él es mi novio. Yo soy su novia. No tengo palabras. Aún me cuesta acostumbrarme a este nuevo estatus. Por el momento, de lo único que soy capaz es de realizar incesantes búsquedas de detalles. No es que no le conozca; no es que no sepa con quién estoy (aunque en realidad, en este instante ni yo misma me reconozco). No es tampoco que espere encontrar respuesta a todos los futuribles que descargo contra Él. Sólamente es que me gusta buscar y rebuscar en todo aquello que le define: cómo duerme, qué expresión tiene cuando ve la tele, cómo ronca (¡cómo ronca!), si sus pupilas se dilatan cuando me mira, cuánto tiempo tarda en peinarse o cuándo empezará a dejar caer sus flatulencias delante de mí. Adoro conocer esos detalles incluso si el resultado no me gusta, incluso si eso implica descubrir sus defectos.
Pero hay una serie de características que pueden sorprenderme demasiado, hasta el punto de asustarme. Se trata de los detalles higiénicos. Esos puntos en concreto me dan pánico y a veces me obsesionan hasta obnubilarme y, en consecuencia, me hacen parecer idiota. Paso a relatar un buen ejemplo.
Aquella tarde fuimos al cine con unos amigos, de manera que cuando volvimos a casa ya era completamente de noche. Cuando entramos en el apartamento me asusté. Me asusté mucho porque me dí cuenta de que olía intensamente a mierda (perdón por la expresión... pero era tal cual). Yo le miraba intentando adivinar qué había pasado, convencida de que el hedor provenía de Él. A lo mejor había lanzado al viento un poco de sí mismo (un poco antes de lo que yo esperaba, pero todo lo justifico con la diferencia cultural), pero no me importaba. El problema era que olía realmente mal.
Comencé a moverme por todo el apartamento; fui al servicio, luego me lavé las manos (Acá, estas dos acciones se hacen en dos habitaciones diferentes), me quité el abrigo en el salón y finalmente bebí un poco de agua. En resumidas cuentas, en algo menos de dos minutos había recorrido todo el apartamento. Y ¡joder!, seguía oliendo a mierda. Entonces empecé a plantearme si es que junto a su pedo se había escapado también un lindo aderezo; es decir, durante unas décimas de segundo llegué a pensar que se había, literalmente, “cagao”.
Por suerte para todos, súbitamente entendí dos cosas: la primera, que Él no era realmente un guarro (¡HURRA! ¡GENIAL!) y la segunda, que yo soy mucho más imbécil de lo que me temía. ¿Por qué? Pues porque antes de entrar en el portal, yo (y sólo yo) había pisado una mierda de perro y a continuación (en ese breve periplo que me llevó a cruzar el cuarto, el salón, el servicio, el lavamanos y la cocina) la había esparcido por toooooooooda la casa.
Quise llorar. Quise gritar y patear el culo del dueño de la bestia que nos había donado tan hermoso regalito. Pero con su carcajada al descubrirme en flagrante delito no hizo falta nada más. Sentí la vergüenza interna propia por haber dudado de Él y a continuación la vergüenza externa por haber pecado de suma idiotez. Y esta última sí, ésta me hizo mucha gracia y me reí con Él al tiempo que empezaba a recoger toda la porquería que yo, con la habilidad que me caracteriza, había esparcido por todo el apartamento. A veces creo que no tengo remedio.
2 comentarios
Lucía -
Suerte que él no se enteró de lo que pensabas porque yo me hubiera ofendido ...
No conocía este blog y me encanta el sentido del humor que destilan sus entradas.
Doctor -
Doctor,
Crítico de Blogs