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ahora que soy una novia boba

yo creía que era un buen regalo

Aún faltan meses… muchos meses. Pero no puedo evitarlo. Necesito pensar en su regalo de cumpleaños. Necesito que sea especial. Inolvidable. Incomparable. En un único gesto tiene que quedar patente un buen cúmulo de cosas. Tengo que demostrar que le conozco, que me anticipo a sus deseos... tengo que acertar con el regalo perfecto. Ha de ser un regalo de altura y por eso tengo que empezar a organizarlo con tantos meses de antelación.

La idea inicial es un viaje. Pero, ¿qué ciudad puede cumplir con todas las condiciones necesarias?. Y cuando digo todas... me refiero a que no son pocas: tiene que ser una ciudad hermosa, romántica, única, que Él no conozca, que esté en el espacio Schengen y cuya estancia y desplazamiento yo pueda pagar (por partida doble... ¡¡¡no prentendo que Él vaya solo!!!).

El aspecto económico es además un arma de doble filo. Por un lado tenemos la cuestión de “cuánto puedo pagar”. No se trata de algo metafísico, trascendental o moral. Lo único que tengo que hacer son unas poquitas cuentas. Pero por otro lado tenemos la cuestión de “cuánto debo pagar”. ¡Ja! ¿cuánto pagar por el primer regalo para un novio? Ahora sí hablamos de palabras mayores. En fin, tocaba buscar, pensar, sopesar y contar...

Durante unas poquitas semanas utilicé todas las artimañas a mi alcance para provocar conversaciones que pudieran aclararme (al menos levemente) qué ciudades podían ser más compatibles con sus expectativas. Y una es boba... pero no idiota... o sí, no sé. Las conversaciones no podían provocarse de forma demasiado directa. No podía permitirme cosas del tipo: mi amor, ¿te gustan las ciudades que son fresquitas en verano?. Frases como ésta despiertan las sospechas en cualquier persona. Intentaba mejor las sutilezas como: nene, ¿crees que la cultura greco-romana también ha influido en tus tradiciones?... (pausa para vuestras risas)... Y sí. Era un fracaso total. Lo único que conseguía eran respuestas extrañadas: ¿por qué me pregunta eso? Yo qué se... ¿qué quiere decir con eso exactamente? (sí, me trata de usted... y me encanta). Creo que en el fondo no supe encontrar la forma adecuada... demasiada sutileza... me temo.

En definitiva, no conseguí mucha información que pudiera serme útil y tenía que arreglármelas yo solita... yo bobita. Por suerte, los mortales de este planeta contamos con una maravillosa y no siempre bien apreciada herramienta que se llama internet. Con unos cuantos clicks... unas cuantas visionadas del mapa de Europa... unas poquitas horas de procrastinación... ya está... ni puñetera idea de qué ciudad nos puede ir bien. Esto es de locos. Todo es demasiado caro... todo está demasiado lejos... todo me parece insuficientemente interesante... nada es tan hermoso como para merecer ser regalado... aaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh.

De repente se hizo la luz. Un click con el ratón... y otro click en el cerebro. Todo cobró sentido en un instante. Lo vi claro. El monitor me mostraba el regalo perfecto... todo cuadraba... y no era un viaje (al menos en el sentido clásico del término). La oferta era aceptable a nivel económico (en sus vertientes metafísica y material), era un regalo original (algo extremadamente importante... otro día puede que hablemos del tema) y yo podía elegir la fecha que quisiera. En mi cabeza resonaba alguna conversación que me indicaba que sí, que era adecuado a sus expectativas; es más, era algo con lo que Él probablemente había soñado desde su más tierna infancia. Saqué la tarjeta del bolso y sin más dilación, lo encargué. Me sentí tremendamente orgullosa de mí. Era perfecto.

A los pocos días de tener el encargo hecho, recibí una llamada telefónica de la empresa que organizaba el asunto en cuestión, para pedirme que fijáramos la fecha de realización. Yo sólo tenía que confirmar que Él no había pensado nada para el día de su cumpleaños (teniendo en cuenta que aún faltaban alrededor de 5 meses... las probabilidades eran ínfimas... pero nunca se sabe), lo que me llevó nuevamente a la implementación de mi técnica “sutileza aplicada”: nene, no habrás pensado nada para tu cumple, ¿verdad?. Su respuesta me dejó rota, descolocada: no se vaya a gastar la platica en un viaje, ¿vale?. Joder, ni la más remota idea de cómo pudo haber llegado a esa conclusión (nuevo espacio-pausa para vuestras risas). Pero una vez pasado el susto, sentí una satisfacción enorme al decirle que no... que se equivocaba... que no hay viaje... que lo que tenía en mente era bien distinto. Y con esta sencilla situación, abrí la caja de Pandora. Entonces, de vez en cuando, los trayectos en el coche se convirtieron en algo así:

- ¿y qué es?

- No

- ¿y dónde es?

- No

- ¿me va a gustar?

- Uff

- ¿es cerca de París?

- Podría ser

- ¿es un parque de atracciones?

- No (añádase además una enorme cara de extrañeza por mi parte)

- ¿y qué es?

- No

- ¿y qué es?...

- no

- déme una pista...

- no

- porfis

- no

- pero, ¿qué es?

- No

No sé si merece la pena destacar que la sutileza no, no se encuentra entre sus virtudes y/o defectos. Pero yo me divertía enormemente... no alcanzaba a imaginarse cuál iba a ser su primer regalo de cumpleaños. Hubiera querido prolongar este juego durante meses... incluso hasta el día de su cumpleaños. Obviamente, fue imposible. Se trata de algo genético... y sin explicación.

Un día llegó una carta. Un sobre a mi nombre pero cuyo contenido era para Él. Era la confirmación de compra de su regalo... en el interior estaba incluso el confeti de celebración. Y lo escondí antes de que se percibiera de su presencia. Pero supo de su existencia. Poco después, la tarea investigadora que Él repetía en el coche, volvió:

- ¿y qué es?

- No

- ¿y dónde es?

- No

- ¿y por qué hay que confirmar la fecha?

- (silencio...)

- ¿qué es? No entiendo nada

- ya pero...

- no, boba, yo quiero saber

- pero no porque...

- ¿pero qué más da? si ya lo ha comprado...

- ¡pero yo quiero que sea una sorpresa el día de tu cumple!

- A mí me da igual...

- No

- Porfis

- No

- Porfis

- No

Indudablemente, cedí. No pude resistirme a su vocecita y su carita de pena.

Cuando llegamos a casa, jugamos un rato a “frío, frío... caliente, caliente” hasta que encontró el sobre. Y con el hallazgo, mi dolor. Fue horrible. Faltó bien poquito para que una vez más, boba del todo, arrancara a llorar. Yo no entendía por qué, lo que se suponía era un regalo perfecto, sólo generó un gesto de indiferencia por su parte. Pensé que si no había acertado con esto, no lo haría nunca. ¿Qué iba a tener que regalarle entonces? ¿Podría devolver el regalo?

Retomé la calma y me imaginé que el problema era que no había entendido bien en qué consistía el regalo. Se lo expliqué:

- mira mi amor, es un curso de pilotaje en avión

- ...

- en un avión de verdad

- ...

- media hora de curso teórico y otra media de vuelo

- ...

- tú vas a llevar los mandos del avión

- ...

- ¡y yo voy detrás haciendo fotos!

- ...

- ¡vas a pilotar un avión!

Y entonces, en un tono neutro, carente de emoción... o de cualquier expresión, sin ilusión alguna (que era en realidad lo único que yo esperaba por su parte), me dio las gracias y me dijo que le gustaba mucho. No le creí. No pude creerle... nos costó horas de conversación que yo entendiera que Él... es así.

Aunque finalmente comprendí que efectivamente le gustó, en navidades, intentaré acordarme.

el armario

Es una catástrofe. Siento el estrés que sube desde mis pies, da vueltas en mi cabeza y termina por paralizarme las manos. Una auténtica catástrofe. Las dos puertas de mi armario abiertas. Él sentado en la cama. Una catástrofe.

Tras el pánico sufrido como consecuencia de la oferta laboral, pasamos a la acción y dimos nuesto primer paso adelante: ha aceptado instalarse definitivamente en mi apartamento. Ya no será más mi apartamento, sino nuestra casa. Y es genial. Me muero de ilusión. Además, económicamente va a suponer una importante mejora para ambos. Por fin se terminaron las visitas periódicas a su apartamento para coger ropa limpia. ¡Hurra! podremos liberarnos de ese hedor nauseabundo que hay en las escaleras. ¡Qué pestilencia! Al principio, cuando entras en el portal, parece que “sólo” es un poco de humedad. A medida que vas subiendo escalones es posible distinguir, además de la humedad, el fantástico olor de los orines de gato. Unos escalones más arriba dirías que el gato se orinó en una mancha inmensa de humedad y luego se murió... y que lleva 7 meses muerto en el hueco de las escaleras. A la altura de su apartamento ya no sé a qué huele... ya he dejado de respirar. Así que por el momento todo es positivismo, la vie en rose et tout ça. Tenemos una organización perfecta... parecemos relojes suizos con sincronismo atómico.

Pero era de esperar que yo encontrara alguna falla en la situación (parece que si no veo un problema tengo que crearlo...). Me siento de vuelta a la infancia (y no... no siempre es bonito). He vuelto a revivir aquellos momentos de pelea con mi madre cuando me obligaba a organizar mi cuarto. Yo chillaba, lloraba y renegaba. Le intentaba explicar que mi desorden no era un problema para nadie. Que yo sabía exactamente dónde estaba cada cosa. No es que yo sea una especie de desastre natural (así como mi amiga “cabra del monte alto”) y claro está, tampoco estoy en el polo opuesto, como aquel compañero de piso que “cabra del monte alto” y yo tuvimos. Pero en ocasiones, mis armarios sufren un deterioro progresivo, una degeneración imparable que desemboca inexorablemente en un montón (del verbo montañita, no del verbo cantidad enorme... y que me perdone Casciari por el giro) de ropa de todas las temporadas y todos los colores que parece haber sido escupida por perchas y cajones. Esa es la situación de mi armario. Nada está en su sitio... ni siquiera hay un sitio definido para cada cosa... ni siquiera es calificable como armario.

Siempre pensé que el comienzo de una convivencia como la nuestra, tendría que ser a todas luces traumática. Pensaba que me sentiría invadida en mi intimidad, que perdería libertad. Después de tantos años de soledad exagerada, no esperaba que compartirlo todo fuera tan sencillo. Sólo hay un defecto, algo insportable. Lo único que lamento profundamente es que tengo que colocar mis armarios... de otra manera sería imposible cederle la mitad del espacio. Las dos puertas de mi armario abiertas. Él sentado en la cama. Una auténtica catástrofe.

una oferta difícil de rechazar

El fin de semana no prometía nada especial. Pero es sabido en el mundo entero que las cosas más importantes suceden en un sólo instante (siendo estrictos, las cosas en general, las importantes y las mundanas, suceden en un sólo instante, pero sorprende no ver venir las importantes). Por eso, sumida en la felicidad de la ignorancia previa a las sorpresas, no me encontraba preparada para asumir todo lo que el fin de semana me tenía guardado: el acto de amor más hermoso que me han dedicado nunca y el comienzo de una estúpida reacción que me va a hundir en el peor de los estados posibles... y que ya nunca me va a abandonar. Pero como dijo Jack el destripador, vayamos por partes.

Si he de ser sincera, tengo que reconocer que después de mes y pico de relación aún estoy un poco perdida. Todavía le miro y le escudriño intentando adivinar sus pensamientos (novias del mundo... ¡rendíos! Es una tarea imposible). Me pregunto cuáles serán sus reacciones a mis palabras, a mis actos. Aún no sé si me mira cuando duermo, si me huele el pelo ni cuál es mi posición real en su vida. Pero que nadie se lleve a engaño porque recién ahorita estoy descubriendo en mí misma cuáles son mis pensamientos, mis reacciones, si me gusta mirarle cuando duerme u olerle el pelo... y sobre todo, cuál es la posición que quiero que Él ocupe en mi vida. A veces me autoconvenzo de que cuando una duda se instala en mi cabeza, ya nunca va a abandonarme y se va a convertir en mi fiel compañera por el resto de mis días. Una vez más, sumida en la felicidad de la ignorancia. No sé por qué razón, se me olvida que en el momento más inesperado, algo sucede, algo pasa en tu rutina que te obliga a deshacer cualquier insostenible entramado en tu mente. Así fue como yo descubrí, ese fin de semana, cuál es la posición que quiero que ocupe en mi vida. En un instante, lo supe. Vi la luz... y la luz era hermosa.

Cuando Él se vino para Acá, sabía que se volvería al poco tiempo. Era consciente de que la oferta laboral que añoraba iba a llamar a su puerta un día cualquiera. Y así sucedió. Ese correo llegó. Y así me lo hizo saber:

Sujet: RV: super urgente contratación Universidad de Allá
De: Él@trabajo.aca

Date: 13/04/2007 11:33
Pour:
Él@trabajo.aca

 

Boba, recibí el mensaje que le adjunto y no sé, .... jajaja,

besos

Nota: Se adjuntó el mensaje reenviado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo ya sabía que lo que había en el mensaje adjunto no me iba a gustar... tardé cerca de un minuto en encontrar el coraje necesario para leerlo. Y con razón.

 

Sujet: super urgente contratación Universidad de Allá
De: antiguojefe@universidad.alla

Date: 12/04/2007 18:03
Pour:
Él@trabajo.aca

 

Estimado NoviodeBoba,
Es urgente que consigas una certificación indicando el tiempo que hace falta para terminar tus estudios de doctorado.
Se hará una solicitud de contratación para ti, seguida de una comisión remunerada por el tiempo que falta para que puedas terminar.

Un abrazo,

Sr. Antiguo Jefe de NoviodeBoba
Profesor Titular
Escuela de Física
Universidad de Allá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Alguien duda a estas alturas de cuál fue mi reacción? No lo creo. Es por eso que soy una novia boba (bueno, y por alguna otra estupidez más). Por supuesto, empecé a llorar. Lloré... lloré... y cuando me cansé de llorar... seguí llorando un par de minutos más, por si acaso no había llorado lo suficiente. Esta es la estúpida reacción en la que me he hundido desde entonces y de la que hablaba antes. Parece que se abrió la compuerta del lacrimal y con cada nimiedad que acontece en nuestra vida en común, arranco a llorar como si el planeta fuera a detenerse para siempre, el sol a apagarse y la tercera guerra mundial a explotar en el mismo instante de tiempo. Boba de remate. Qué le voy a hacer...

Una vez conseguí recomponerme, fui a su despacho a verle. Necesitaba saber qué expresión en su cara era la que acompañaba a ese “no sé, .... jajaja” que venía en su correo. Pero no sé por qué. Mi decisión era clara, no hubo un segundo de duda. Si era necesario estaba dispuesta a tirarme por tierra, a humillarme y suplicarle que no se fuera, que no me abandonara, que ahora lo sé... que sólo quiero estar con Él. Obviamente, no iba a hacer nada que se le pareciera. Lo único que hice fue insinuarle (insinuación con los ojos cargados de lágrimas... un poco sutil como insinuación, la verdad) qué era lo que yo quería y asegurarle que aceptaría su decisión... porque tenía que ser Su decisión. Una decisión que yo no podía influenciar.

Continué el resto del día en mi despacho (¿alguien dijo trabajando?) con la cabeza como un ciclón: dando vueltas a velocidad de vértigo y arrasando todos los pilares que encontraba a su paso. Mis opiniones sobre los hombres... ¡al carajo! Mis posturas ante las relaciones... ¡al carajo! Mi orgullo... ¡al carajo! Mi super escudo de protección “nunca me enamoro-nunca me engancho-nunca dependo de la decisión de un hombre”... ¡al carajo! Mi jornada laboral... ¡al carajo! Mis años de ser una paria del amor... ¡al carajo y de qué manera!

Al instante supe que se trataba de un punto de no retorno. Yo había dado el paso (no sé exactamente cuando) y había perdido el control de mis sentimientos hacia Él. Ahora ya no existía para mí el “tú y yo”, sino el "nosotros". Pero lo único que podía hacer era esperar la tormenta. Y luego esperar que escampara. Esperar su decisión. Sin más.

Aquella noche, en la tenue oscuridad de nuestro cuarto, juntitos como si no hubiera espacio suficiente en la cama para los dos, hablamos por primera vez de las cosas serias. Hablamos juntos. Decidimos juntos. Juntos redactamos la respuesta a su antiguo jefe. Y nos embarcamos juntos en una apuesta sobre suelo europeo, en el que dar rienda suelta a nuestros deseos, a nuestros proyectos y a nuestra vida en común. - Se queda - pensé aliviada. – Se queda conmigo – pensé entusiasmada... ¿se queda por mí?... pensé... y entre la incredulidad, la emoción y la ilusión, Él se dormía entre mis brazos mientras a mí se me escapaba alguna silenciosa lágrima... y una enorme sonrisa.

de vallenatos y cortauñas

Que algo importante está sucediendo en mi vida, resulta, a todas luces, evidente. Son decenas de detalles (para todos los gustos, oiga) que tejen todo un entramado de cambios en nuestros hábitos. Como por ejemplo, el que acaba de suceder: acabo de hablar de nuestros hábitos y no de mis hábitos. Pero si hay algo particularmente llamativo es la naturalidad absoluta con la que todo sucede alrededor. Por suerte, ambos somos testigos excepcionales que pueden dar fe de todos y cada uno de estos cambios. Y cuando, mutuamente, nos descubrimos en flagrante delito, se genera una deliciosa atmósfera de diversión, emoción y ridículo. Como sé que todas estas sorpresas terminarán por desaparecer, trato de disfrutarlas y degustarlas en todo su esplendor; el único inconveniente, es que son completamente inesperadas, como consecuencia directa de la naturalidad (insisto) con la que se acontecen los echos. Todos los echos.

Hace algunos días surgió una de estas situaciones. No voy a entrar en austeras descripciones, pero la ducha del apartamento es una especie de cabina abierta por la parte superior que se encuentra en un sub-espacio que carece de puerta... y de paredes. Una simple cortina separa lo que se conoce como “salle d’eau” (cuarto de agua) y el dormitorio. Lo sé. A mí también me pareción un tanto bizarro cuando me vine a vivir Acá. Pero realmente lo que esto provoca es que yo pueda disfrutar de un nuevo pequeño vicio: observarle mientras se ducha. Aunque el día al que estoy haciendo referencia no era el caso. Él estaba a lo suyo y yo... no recuerdo qué era lo que yo estaba haciendo. Fuera lo que fuese, me obligaba a ir de un sitio a otro. Y fuera lo que fuese, no me impedía tararear al mismo tiempo. Hasta aquí no hay nada que a cualquier mortal pudiera llamar la atención. Pero Él sí se dió cuenta: Tras una sonora carcajada me preguntó (por supuesto, con un claro tono de mofa) que si realmente estaba cantando por Diomedes Díaz. Y sí señores, en mucho menos tiempo del que yo pensaba, ya había comenzado a tararear vallenatos. Ya no hay marcha atrás.

Pero por suerte y tal y como comentaba al inicio, este tipo de situaciones nos sorprende a ambos por igual. Como aquella otra noche en la que ambos estábamos tranquilamente en el apartamento, disfrutanto de un poco de basura televisiva, sentaditos en el sofá. En un momento determinado, Él se incorpora y declara a viva voz su deseo expreso de cortarse las uñas. Entonces, en un acto que considero de total normalidad, Él se dirige hacia el baño. Mi sorpresa surge sin embargo cuando lo vi que regresaba al salón con el cortauñas en la mano y se vuelve a sentar a mi lado, en el sofá. Yo le observo atentamente, aún sin tener muy claro qué estaba pasando en realidad. Pero en el momento en el que lo vi blandiendo el artilugio con la clara intención de cortarse las uñas allí, en el salón, mi reacción no se hizo esperar. - ¿Qué estás haciendo? – fue lo único que alcancé a decir. Y por su cara, pude ver pasar rápidamente, primero la sorpresa extrema y luego la burla nítidamente (esta última como consecuencia de mi expresión facial). – Después pensaba recogerlas – me espetó. Y entre carcajadas me preguntaba que dónde carajo me cortaba yo las uñas normalmente (al tiempo que se dirigía al baño para cortárselas allí).

Visto ahora, en la distancia, la situación parece absurda. Y lo reconozco: a día de hoy, no sé por qué, no me importaría que se cortara las uñas donde quisiera, pero en su momento, aquel acto supuso una sorpresa que todavía hoy nos saca una tímida sonrisa.


una frase sin sentido - la ex (1ª parte)

Es imposible que todo sea perfecto. No me creo que todo sea perfecto. Pero sin duda alguna lo que más me sorprende es que yo no me haya cansado todavía de este sueño apastelado. Sólo quiero que siga siendo así... pero como yo no quiero perderme nada, también tengo días en lo que todo es pesimismo y oscuridad; días en los que ver el lado positivo de las cosas me resulta, cuando menos, una tarea estoica. Por eso, hace algo menos de una semana que estoy esperando el Error, o el Defecto, o la Cagada... algo muy malo, muy malo, o muy feo, muy feo, o muy doloroso. Y la razón de este miedo denso que me invade y casi ahoga es mucho más simple de lo que pensaba.

Desde el primer día en que Él y yo estamos juntos, le he repetido, en muchas ocasiones, que lo verdaderamente importante es disfrutar del tiempo que estemos juntos, sin importarnos si estamos hablando de una semana, dos meses o 15 años. Pero esta frase, tan simple y positiva, y que tanto le ha gustado, está perdiendo todo su sentido a pasos agigantados. Ya no me gusta esta frase. Ya no repito esta frase. Ahora pienso en la frase y se me hace un nudo en la garganta. Porque ahora sé que esta frase surgió como un medio para auto-protegerme de lo que no podía ver y de lo que no quería saber. En otras palabras, esta frase era un engaño para no hacer preguntas cuya respuesta no estaba dispuesta a asumir. Por eso hace casi un mes que estamos juntos (prácticamente 24 horas al día) y yo no sé si Él aún está con Ella o qué. Con esa frase me convencía a mí misma (o eso creía yo) de que mi interés en esta relación no era tan importante, de manera que si Él seguía con Ella... no era tan grave. Y ahora sé que mi interés en esta relación es enorme. Y estoy cagada. Siento un pánico atroz que me tiene el estómago sufriendo una especie de concierto celta en su interior. Por eso ya no me gusta la frase.

Como era de esperar, ese día que tanto me atemorizaba, llegó. Yo no pregunté, pero tengo la impresión de que Él ha sido capaz de oir e interpretar mis ondas cerebrales (¡hasta en Pekín han debido oir mis ondas cerebrales!). Sin avisarme, sin anestesiarme, sin traerme un vasito de agua o una almohada para los pies, me confiesa que hoy, después de mucho tiempo, ha hablado con Ella. Mis peores sospechas confirmadas. Mi miedo más tenaz cumplido. Ella sigue existiendo... se comunican... he tenido que sujetarme el estómago con las dos manos porque se me salía en forma de torrente por los ojos...  pero me contengo. Intento repetirme “carpe diem”. Disfruta y deja disfrutar. ¡Pero no quiero! ¡Porque ahora lo sé! No tengo ninguna duda, absolutamente ninguna duda: no quiero que esta relación se termine. No quiero que nadie me ayude a estropearlo (porque conociéndome, yo sé que sola puedo cagarla estupendamente).

Y desde la contención misma, consigo esbozar un mínimo interrogante, lo justo para darle pie a terminar de contarme el contenido de la conversación. Todo queda en un punto agradablemente comprensible: la historia entre ellos se termina, así se lo ha declarado Él, aunque Ella le ha pedido un tiempo para hacerlo público. Bien. Todo bien. Bien. Sin embargo, algo me ha impedido dormir esta noche como es debido... y no sé qué es.

¿a qué huelen las cosas que sí huelen?

Ya está. No me lo creo, incluso me lo prohibí expresamente, pero ya está. Estoy con Él. Él es mi novio. Yo soy su novia. No tengo palabras. Aún me cuesta acostumbrarme a este nuevo estatus. Por el momento, de lo único que soy capaz es de realizar incesantes búsquedas de detalles. No es que no le conozca; no es que no sepa con quién estoy (aunque en realidad, en este instante ni yo misma me reconozco). No es tampoco que espere encontrar respuesta a todos los futuribles que descargo contra Él. Sólamente es que me gusta buscar y rebuscar en todo aquello que le define: cómo duerme, qué expresión tiene cuando ve la tele, cómo ronca (¡cómo ronca!), si sus pupilas se dilatan cuando me mira, cuánto tiempo tarda en peinarse o cuándo empezará a dejar caer sus flatulencias delante de mí. Adoro conocer esos detalles incluso si el resultado no me gusta, incluso si eso implica descubrir sus defectos.

Pero hay una serie de características que pueden sorprenderme demasiado, hasta el punto de asustarme. Se trata de los detalles higiénicos. Esos puntos en concreto me dan pánico y a veces me obsesionan hasta obnubilarme y, en consecuencia, me hacen parecer idiota. Paso a relatar un buen ejemplo.

Aquella tarde fuimos al cine con unos amigos, de manera que cuando volvimos a casa ya era completamente de noche. Cuando entramos en el apartamento me asusté. Me asusté mucho porque me dí cuenta de que olía intensamente a mierda (perdón por la expresión... pero era tal cual). Yo le miraba intentando adivinar qué había pasado, convencida de que el hedor provenía de Él. A lo mejor había lanzado al viento un poco de sí mismo (un poco antes de lo que yo esperaba, pero todo lo justifico con la diferencia cultural), pero no me importaba. El problema era que olía realmente mal.

Comencé a moverme por todo el apartamento; fui al servicio, luego me lavé las manos (Acá, estas dos acciones se hacen en dos habitaciones diferentes), me quité el abrigo en el salón y finalmente bebí un poco de agua. En resumidas cuentas, en algo menos de dos minutos había recorrido todo el apartamento. Y ¡joder!, seguía oliendo a mierda. Entonces empecé a plantearme si es que junto a su pedo se había escapado también un lindo aderezo; es decir, durante unas décimas de segundo llegué a pensar que se había, literalmente, “cagao”.

Por suerte para todos, súbitamente entendí dos cosas: la primera, que Él no era realmente un guarro (¡HURRA! ¡GENIAL!) y la segunda, que yo soy mucho más imbécil de lo que me temía. ¿Por qué? Pues porque antes de entrar en el portal, yo (y sólo yo) había pisado una mierda de perro y a continuación (en ese breve periplo que me llevó a cruzar el cuarto, el salón, el servicio, el lavamanos y la cocina) la había esparcido por toooooooooda la casa.

Quise llorar. Quise gritar y patear el culo del dueño de la bestia que nos había donado tan hermoso regalito. Pero con su carcajada al descubrirme en flagrante delito no hizo falta nada más. Sentí la vergüenza interna propia por haber dudado de Él y a continuación la vergüenza externa por haber pecado de suma idiotez. Y esta última sí, ésta me hizo mucha gracia y me reí con Él al tiempo que empezaba a recoger toda la porquería que yo, con la habilidad que me caracteriza, había esparcido por todo el apartamento. A veces creo que no tengo remedio.

100 cosas que no decirse en una cafetería

Para los hombres en general y para las mujeres en particular, es un sueño vital poder controlar todo lo que nos rodea. De este modo, es fácil crearse la burda ilusión de que lo que nos acontece a diario es consecencia directa de nuestras decisiones y de nuestros actos y que por tanto es posible encontrar responsables. Pues yo soy así: primero intento controlar (= decidir racionalmente) y luego busco reponsabilidades. Pero esta situación es una mera utopía, algo absolutamente irrealizable, y muy particularmente cuando en la ecuación entran en juego dos incógnitas; en este caso, Él y yo.

Era martes y teníamos una cita. Los acontecimientos entre ambos no habían sido muchos pero sí tremendamente intensos. Al menos desde mi perspectiva. La misma perspectiva desde la que aún no había conseguido entender nada. La misma perspectiva que sólo me regalaba preguntas sin respuesta. La misma perspectiva que estaba dando un perfil de mí que ni yo conocía. En definitiva, la misma perspectiva desde la que tendría que hablar con Él.

Así que me encontraba nerviosa, cansada, aturdida y embuída en un caparazón de dudas neófitas en mi persona. Sin querer pecar de cartesiana, sólo sabía que no sabía nada, que no había llegado a ninguna conclusión. Si algo tenía claro es que a pesar de todas las preguntas que me había planteado todavía no había encontrado la buena. Todas las cuestiones que habían atravesado mi cerebro no habían servido para mucho. Durante las últimas 72 horas no había hecho nada útil... y eso me desesperaba. Dicho de otro modo, me sentía como una adolescente que se presenta a un exámen de matemáticas (= tenía que hablar con Él), que sólo ha estudiado literatura (= millones de preguntas sin responder) y a la que le ha salido un grano enorme en la nariz (= ¿para qué vamos a entrar otra vez en el tema de los complejos...?). Por suerte no había posibilidad de dar marcha atrás; teníamos que hablar sí o sí y con ese fin nos dirigimos a la cafetería de la Escuela en la que trabajamos.

Sin embargo, yo seguía pareciendo una adolescente con un brote de acné. Absorbida por la ingenuidad pensé que hablar con Él sería una tarea sencilla; que sería llegar, hablar y listo. Pero cuando ya habían pasado 40 minutos de conversación vacía empecé a sentir miedo. En el minuto 45 de plática absurda comencé a plantearme que el tormento que arrancó el domingo por la mañana no se iba a terminar nunca. En el minuto 55 mis esperanzas se desvanecían y además sentía una necesidad desmesurada de ir al baño. Así que me levanté, me excusé y me fui a orinar.

Ahora creo que ambos necesitábamos que yo hicera aquella pausa-pipí; cuando volví del baño, al tiempo que asentaba mis posaderas, Él hacía “la pregunta”: - bueno, ¿qué? -. La embestida natural ante tal cuestión parecía naturalmente lógica: - ¿qué de qué? – pero resultaba obvio que yo sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo. Sin embargo, debí perder parte de mi cerebro mientras orinaba, porque sólo alcancé a decir – no sé -. ¿¡No sé!? ¿pero qué tipo de respuesta era esa? ¿acaso me había preguntado cuál era el peso atómico del molibdeno? ¿¡no sé!? ¿¡no séeeee!? ¿qué carajo era aquello? ¿una declaración de intenciones? ¿un “yo soy mus”?

Me imagino que además acompañaba a tan magna respuesta algún tipo de mueca estúpida; algo a caballo entre “tengo ganas de vomitar” y “me muero por darte un beso”. Y Él no me ayudaba nada. Irradiaba seguridad, tranquilidad, armonía, paz... y un olorcito muy rico. Era imposible reconocer en su mirada una respuesta. Él podía estar allí tanto para abrazarme como para pedirme una orden de alejamiento. Cuanto más tranquilo le sentía, más convencida estaba de que iba a disculparse elegantemente y a decirme que era mejor para todos si seguíamos siendo amigos. Sólo amigos.

El tiempo pasaba y yo seguía sin encontrar los medios para hacer una frase con más de cuatro letras o para quitar la carita de pena (expresión válida para campañas del tipo “él no lo haría...”). Pero al final, y gracias a sus esfuerzos, yo conseguí escuchar lo que necesitaba. Al principio no daba crédito. No asimilaba que realmente Él estuviera diciendo aquello. Pero así era. No renegaba. Muy claro, tanto que hasta yo pude entenderlo, me planteaba que sólo había dos posibilidades: intentarlo u olvidarnos de todo, como si nada hubiera pasado; y afirmaba, que sin lugar a dudas, Él apostaba por intentarlo. Pues incluso, después de todo aquello, yo seguía siendo imbécil. Incluso después de que me tranquilizara asegurándome que no habría ningún problema con lo que yo decidiera, yo seguía siendo “tontadelculo”.

Y de repente, dentro de mi idiotez, surgió la primera frase completa en casi dos horas de conversación: sé que quiero decir algo pero no sé el qué - dije. Fue entonces cuando lo entendí todo. En ese momento no hubo más dudas, ya sabía qué era lo que anhelaba. En ese instante comprendí que la única razón para aquel bloqueo tan absurdo que me taladraba desde el fin de semana, no era otra que el alud de sentimientos que tenía hacia Él. Creo que Él también alcanzó a entenderlo: me acarició la nuca y me dijo que no era necesario que lo dijera en ese momento; prométeme - dijo - que cuando sientas que lo puedes decir, me lo dirás. Una sonrisa enorme resucitó en mi cara y sólo pude que acurrucarme un poquito en su pecho. Desde entonces, sigue siendo igual: si me acaricia la nuca, sonrío, me siento bien y no quiero otra cosa que no sea estar acurrucada en su pecho. Ahí y sólo ahí, es donde quiero estar.


presente de indicativo del verbo procrastinar

En este mundo hay sólo una cosa peor que una mala resaca: la fatiga y el mal sabor de boca que deja una jornada entera de tormento y resaca. En consecuencia, mi lunes empezaba, con más miedos que ojeras y con menos sueño que vergüenza.

Los acontecimientos del sábado resultaron ser como un auténtico tornado y el domingo , no había tenido tiempo para reaccionar ante las consecuencias de aquel desastre natural. Durante todo el domingo , no hubo reacción. Mi cerebro (o lo que no había sido aniquilado todavía del mismo) había retrasado su actividad hasta el comienzo de la semana. Hasta entonces, lo único que consiguió hacer fueron dos cosas: por una parte, autocastigarse con una decena de preguntas para las que no encontró respuesta y por otra parte, activar periódicamente el dispositivo que soltaba las mariposas de mi estómago (algo así como si me hubiera tragado cinco o seis móviles en modo vibrador).

El lunes, por tanto, se amenzaba como una larga jornada laboral, o hablando en términos estrictos, como una larga jornada. Punto. Laboral no es un adjetivo con cabida en la definición de ese 29 de enero. Era absolutamente imposible encontrar un hueco para la productividad entre tanta pregunta, tanto miedo y tanto complejo reactivado (es lo que tiene, no me acuerdo de lo que me disgustan mis tetas hasta que las saco a que les dé el fresco...). Lo único que me consolaba era la ya notable recuperación física; al menos ya no tenía resaca, a pesar de que me mantenía con las mismas incógnitas.

La pesadilla no había terminado. Por momentos sentía que la tortura no iba a finalizar nunca. Pensaba que sólamente acababa de dar sus primeros pasos porque todo lo que giraba en torno a nosotros dos, a Él y a mí, se disfrazaba de absoluta y cordial normalidad. Véase si no el siguiente ejemplo:

Sujet: presente de indicativo del verbo procrastinar
De: boba@trabajo.aca
Date: 29/01/2007 18:05
Pour: Él@trabajo.aca

yo procrastino nosotros procrastinamos

tú procrastinas vosotros procrastinais

él procrastina ellos procrastinan

pues eso, entre procrastinación y procrastinación me encontré esta movida. Por si te interesa (que conste que ni lo he mirado):
http://gaussianos.com/criptografia-resumen/


por cierto, ¿me dejarías en carrefour cuando os vayais?

Boba

Ph.D Student

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No sé si porque he decidido olvidarlo o porque se trata de algo sin importancia, pero ahora soy incapaz de recordar cuál era el bjetivo real de aquel correo. ¿Era una sutil solicitud de “nos vemos cuando salgamos del trabajo”? ¿o era algo inocente que surgió por estar perdiendo el tiempo en internet? Sea como fuere, cuando el lunes tocó a su fin, me subí en su coche junto con otra amiga (no iba a ser tan fácil, claro), dispuesta a comprarme unas gafas nuevas para la piscina.

La compra de un elemento tan simple como unas gafas de natación se puede complicar hasta el punto de obligarme a desear no haberme despertado esa mañana. La presencia en el mismo metro cúbico de Él, mis dudas, mis anhelos y mi amiga desataba torrentes de sensaciones y pensamientos en mi cabeza. Nada parecía natural en mí: cualquier gesto se me escapaba forzado o limitado, y por supuesto, excesivamente sopesado. El simple acto en el que Él se prueba unas gafas y en el intento rompe la correa, en condiciones normales habría provocado una carcajada y alguna frasecita de ironía reprobatoria. Pero aquella tarde, lo que me salió fue una risita extraña, una dosis extra de rubor y una repetición nerviosa de todas las cuestiones que se sucedían desde el domingo por la mañana. Añadido a esta mezcla, el miedo a ser descubierta en mi maquinación por Él o por mi amiga. En fin.

Pero más tarde no me sentiría mucho más tranquila. En cuanto nos quedamos solos y Él me llevaba a mi casa, yo estaba convencida de que mis pulsaciones tenían que ser perfectamente audibles y de que debía tener una mueca extraña en lugar de una expresión relajada. No recuerdo de qué hablamos durante el trayecto. Ni siquiera recuerdo si hablamos. Lo que sí guardo patente en mi cabeza fue el momento en que nos despedimos. Una vez llegamos a la puerta de mi casa, le di un inocente beso en la mejilla y en la retirada, (¡sí!, ¡sí!, ¡SÍ!) me encontré con sus labios de nuevo. No creo que fuera casual. No sé si Él lo provocó o si por el contrario fui yo... o los dos. Pero aquel beso sí (por fin) marcaba algo definitivo. Era el momento de que todas las dudas y temores salieran al exterior. Era la hora de dar forma a aquel tormento que asolaba mi cabeza. Aún no sabía cómo, pero aquel beso, nos obligaba a hablar.

Por suerte decidimos dejar la charla para el día siguiente, porque yo, a duras penas, alcancé a darle las buenas noches.